
El gran mar de maíz amarillo se extiende de uno a otro horizonte bajo un cielo amenazador. Cuando sopla el viento, el maíz cruje y susurra como si tuviera vida propia; y, cuando el viento amaina, el maíz calla. La ola de calor ya ha entrado en su tercera semana. El aire flota encima del maíz como en cortinas temblorosas.
.../...
Al sur del pueblo hay un matadero gigante, perdido en los maizales y con los flancos de metal erosionados por años de tormentas de polvo. Las caprichosas rachas de aire recogen de la planta un leve olor a sangre y fumigante y lo transportan en vaharadas hacia el sur. Más lejos, se ven despuntar en el horizonte tres gigantescos silos, como los mástiles de un gran velero extraviado en alta mar.
La temperatura se acerca a los treinta y ocho grados. Lejos, al norte, el horizonte chispea en silencio con relámpagos de calor. La altura de las plantas rebasa los dos metros, gruesas mazorcas se arraciman en sus tallos. Faltan dos semanas para la cosecha.
Cae el crepúsculo. El cielo anaranjado se tiñe de rojo. En el pueblo, unas cuantas farolas parpadean y se encienden.
Un coche patrulla, blanco y negro, va por la calle principal en dirección al este, a la gran nada de maíz, clavando sus faros en la oscuridad. A unos cinco kilómetros, una bandada de buitres aprovecha una corriente térmica para dar lentas vueltas por encima del maíz. Se abaten y vuelven a elevarse en círculos interminables, regulares, inquietantes.
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Al sur del pueblo hay un matadero gigante, perdido en los maizales y con los flancos de metal erosionados por años de tormentas de polvo. Las caprichosas rachas de aire recogen de la planta un leve olor a sangre y fumigante y lo transportan en vaharadas hacia el sur. Más lejos, se ven despuntar en el horizonte tres gigantescos silos, como los mástiles de un gran velero extraviado en alta mar.
La temperatura se acerca a los treinta y ocho grados. Lejos, al norte, el horizonte chispea en silencio con relámpagos de calor. La altura de las plantas rebasa los dos metros, gruesas mazorcas se arraciman en sus tallos. Faltan dos semanas para la cosecha.
Cae el crepúsculo. El cielo anaranjado se tiñe de rojo. En el pueblo, unas cuantas farolas parpadean y se encienden.
Un coche patrulla, blanco y negro, va por la calle principal en dirección al este, a la gran nada de maíz, clavando sus faros en la oscuridad. A unos cinco kilómetros, una bandada de buitres aprovecha una corriente térmica para dar lentas vueltas por encima del maíz. Se abaten y vuelven a elevarse en círculos interminables, regulares, inquietantes.
Extracto de "Naturaleza muerta" de D.Preston y L.Child


Ariki Town, Kansas. Principios de Agosto. Atardecer.
La tarde del tres de agosto recibí un aviso de Wilma Kraus en mi oficina. Bueno, lo recibió mi ayudante, Dent, que también es mi hermano. Normalmente de estos asuntos debería encargarse él. Comprobar que una vaca yace muerta en medio de un campo es trabajo para el ayudante del sheriff, no para el sheriff. Pero claro, sus dos días libres empezaban cinco minutos después de recibir la llamada. ¡Maldita señorita Kraus! ¿Esa vieja chocha no tiene otra cosa con la que entretenerse más que dar avisos de animales muertos? Como sheriff de Ariki County debería tener permitido confiscar aquellos objetos que me estorben en mi labor. Así a la vieja Wilma le costaría espiar a los buitres sin sus prismáticos.
Así que me monté en el coche patrulla con el Winchester sobre el asiento del copiloto. Que se trate de un simple animal muerto no quiere decir que no haya que llevar protección... por si acaso. Encendí las luces de emergencia del coche patrulla, pero no la sirena. Tampoco había necesidad de escandalizar a los pocos habitantes que quedan en Ariki Town. Desde que ese capullo dueño de Agricon y Gro-Bain, que irónicamente se llama y se apellida igual que yo, Hank Hazen, ha ido comprando poco a poco las granjas del condado, muchos son los lugareños que se han esfumado, la mayoría a Ariki City. Bueno, al menos esos no se fueron muy lejos.
Así que me monté en el coche patrulla con el Winchester sobre el asiento del copiloto. Que se trate de un simple animal muerto no quiere decir que no haya que llevar protección... por si acaso. Encendí las luces de emergencia del coche patrulla, pero no la sirena. Tampoco había necesidad de escandalizar a los pocos habitantes que quedan en Ariki Town. Desde que ese capullo dueño de Agricon y Gro-Bain, que irónicamente se llama y se apellida igual que yo, Hank Hazen, ha ido comprando poco a poco las granjas del condado, muchos son los lugareños que se han esfumado, la mayoría a Ariki City. Bueno, al menos esos no se fueron muy lejos.

Llegué con el coche al camino que lleva a las granjas, un camino no preparado para un coche patrulla, pero si para las rancheras. No me extraña que cuando le da un infarto a un granjero se quede en el sitio. Las ambulancias no pueden moverse por este terreno. ¡Que se jodan! Por haberle vendido sus granjas a ese chupasangre canadiense.
Desde que Agricon y Gro-Bain llegaron al condado, con las facilidades que le ha dado a la multinacional el gobernador de Kansas, esto cada vez se parece menos a lo que era antes: un tranquilo mar de trigo y maíz. Al nuevo matadero de Gro-Bain llegan diariamente decenas y decenas de pavos que son sacrificados a saber en que condiciones, y no quiero ni imaginar lo que investigan en los laboratorios de Agricon en Ariki City. Un campo de maíz transgénico es lo último que se les ha ocurrido plantar a esos gafosos cerebritos de la Universidad de Kansas.
Desde que Agricon y Gro-Bain llegaron al condado, con las facilidades que le ha dado a la multinacional el gobernador de Kansas, esto cada vez se parece menos a lo que era antes: un tranquilo mar de trigo y maíz. Al nuevo matadero de Gro-Bain llegan diariamente decenas y decenas de pavos que son sacrificados a saber en que condiciones, y no quiero ni imaginar lo que investigan en los laboratorios de Agricon en Ariki City. Un campo de maíz transgénico es lo último que se les ha ocurrido plantar a esos gafosos cerebritos de la Universidad de Kansas.

Pero en aquel momento lo que más me preocupaba no era Hank Hazen, el canadiense, y sus grandes empresas. La ola de calor duraba ya dos semanas, y la tercera ya había empezado, y a pesar de que el sol se estuviese poniendo, el sudor de la espalda hacia que la camisa se me pegara al cuero del asiento. Todo lo que hiciera por sofocar el calor era inútil: el aire acondicionado no era efectivo ya que el aire que cogía del exterior estaba caliente, y lo mismo pasaba con ventiladores. Hasta el agua del grifo salía caliente. Parecía que las tuberías se hubiesen calentado. Los únicos que no parecían quejarse eran los arboles que me flanqueaban por el camino, y porque ellos no podían hablar. Si lo hiciesen, ya estaban poniendo a parir al pobre granjero que los había plantado allí años atrás. Por no hablar de los animales, que me observaban al pasar con miradas lastimeras. Animales que los granjeros habían decidido dejar fuera de los establos, al sol. Puede que creyesen que así sudarían más, adelgazarían y podrían hacerlos competir en algún hipódromo, y así sacarse unas ganancias extra.

A través del sucio parabrisas del coche patrulla divisé una bandada de buitres que volaban en círculos a gran altura, así que los utilicé como referencia. Sobrevolaban el campo de la familia Ludwig, uno de los pocos granjeros de todo Ariki County que aún no ha vendido su granja. Esperaba que el animal muerto no fuese de su propiedad. Llegué a un punto en el que no podía acercarme más con el vehículo, así que cogí el rifle Winchester y bajé del coche. Los buitres sobrevolaban un lugar que se encontraba algo más al interior del campo de maíz, que por aquel entonces alcanzaba ya los dos metros. Algo extraño. Los animales muertos los solíamos encontrar en el borde del camino que comunica las granjas, no perdidos entre los campos de maíz o de trigo. Con sumo cuidado, empuñando el rifle, me adentré en el campo y fui sorteando plantas de maíz, apartándolas con la mano izquierda mientras el dedo índice de la derecha se posaba sobre el gatillo de mi Winchester y que con el pulgar quitaba el seguro. La atmósfera del lugar me decía que había algo que no era normal, que aquello no era un simple aviso. Atravesé una fila de plantas de maíz y de pronto me encontré en un claro circular. Al principio no entendía nada de lo que veía. La compresión llegó de golpe. Al chocar con el suelo, la escopeta disparó una carga de balines que casi me rozan la oreja, pero en aquel momento, apenas me dí cuenta.