Una gota de sudor se resbalaba por mi mejilla, las hojas de los arboles me impedían ver con claridad, tenía que contener el aliento, no podía hacer ningún ruido. Me moví agachado muy sigilosamente hasta el tronco de un largo y robusto árbol, desenvainé la espada, me armé de valor y ataque al jabalí. Las plantas de los verdes arbustos de alrededor se empañaron de roja sangre, había cazado a la bestia, tenía suerte ya era el segundo que cazaba hoy, puse cada cadáver en un hombro y me dirigí a la ciudad.
A la vez que yo, estaban entrando otros hombres con carros llenos de botijas de agua, el agua, ese liquido tan azul y tan preciado. Qué bien sabía después de un duro día de caza, pero que escasa era. Sólo se repartían dos botijas de agua por familia cada semana. Esta sustancia celestial provenía de detrás de las montañas y los ríos, de la ciudad de Eria. Decían que era preciosa, yo nunca la llegué a conocer. No había salido nunca de Lyo, pero según contaba el sabio, había muchas más cosas fuera de estas fortalezas y estos bosques.
El sabio era un hombre anciano, de cincuenta y tres años, esa descuidada barba blanca guardaba más de medio siglo de vida. El sabio nos solía deleitar las noches de verano con historias sobre las tierras que se encontraban más allá, decía, que en su juventud había viajado por toda la isla y que había convivido con otros pueblos, sobretodo del Imperio Morta, que según él era el más poderoso de la isla. A veces contaba historias de su abuelo, el cual decía que había estado fuera de la isla, pero como ya he dicho, el sabio es anciano, por lo tento se le va la cabeza de vez en cuando.
Por fin entré en la ciudad, lo primero que ví fueron las torres de vigilancia y las obras del nuevo ayuntamiento, el cual había mandado construir el rey. El rey solía fardar sobre esto y contaba que sería de color blanco y estaría tan limpio que su techo parecería un retrato del cielo. Pero, seguramente, ni el rey ni yo viviríamos para verlo ya que los dos teníamos ya una avanzada edad, pronto cumpliríamos los treinta y esas obras faraónicas durarían otros cinco años.
Me fui hacia el almacén donde dejé una de mis presas y luego anduve hasta mi casa, en la puerta me esperaba mi familia sonriendo. Mi mujer, Mila, sostenía a Sol, mi hija pequeña. Al lado aguardaban mis dos hijos, Aler y Karlo. Seguramente estaría hambrientos y sedientos por eso se alegraron cuando vieron el gran jabalí que llevaba y más aún cuando les comenté que había visto a los tipos del agua entrar en la ciudad.
Nos adentramos los cinco en casa y Mila sacó un pequeño mantel, yo partí la carne, Aler y Karlo fueron a por leña y comimos, mientras comíamos les conté a mis hijos una de las historias del sabio y a los dos, aunque sobre todo a Karlo, les picó la curiosidad y me pidieron ir un día a visitar todas esas ciudades y yo, que no estaba tan interesado en salir de Lyo, sólo puede dejar salir un tímido y poco convincente “puede”.
Mientras manteníamos esta conversación oímos un grito agudo de fuera, parecía que provenía de Berta, la mujer que cuidaba del sabio. Aler, que era el mayor, y yo, salimos a ver qué pasaba. Nos hicimos hueco entre la gente y vimos en los pies del Rey al sabio, moribundo, susurrando algo inentendible. De pronto señaló a Aler, e hizo un ademán para que se agachara. Aler obedeció a las órdenes y se arrodilló, poniendo la oreja en la boca del sabio el cuál murmuró sus últimas palabras y cerró los ojos.
- ¿Qué te ha dicho? – le preguntó el rey a Aler, mientras Berta lloraba por detrás.
- Nada, no llegó a hablar – contestó fríamente mi querido hijo.
- ¡Dime que te ha dicho ese hombre! – gritó el rey a la vez que le agarraba por el cuello.
- Suelta a mi hijo – ordené yo.
- ¡Cállate! – el rey subió un poco más el tono y repitió – ¡dime que te ha dicho!
- Le juro que solamente dijo una palabra, mas no la entendí – confesó Aler
- Bien, te puedes ir vasallo
Yo estaba enfadado con el rey en esos instantes, agarré a Aler y nos marchamos, nadie puede coger así a mi hijo y ordenarle algo de esa forma, pensaba mientras volvíamos a casa, pero era el rey y había que hacerle caso, eso decían las normas, ¿quién puso esas estúpidas reglas? El rey hacía lo que quisiese y los demás cargábamos la culpa, no me parecía justo. El rey no era un dios, solamente los dioses tenían el poder de gritar a un niño.
- Padre – Aler interrumpió mis pensamientos
- ¿Qué quieres hijo?
- Que el hombre anciano sí que me dijo algo
- ¿Qué te contó? – pregunté yo orgulloso de mi hijo a la vez que intrigado
- Me dijo que se está acercando el fin, que yo y mi familia teníamos que huir sin decírselo a nadie.