Ensorcellement de l'âme
“¿Recuerdas lo que pasó luego de ese día? Realmente no mucho. Solo sé que le pedí huir, ella me dijo que adónde iríamos. Solo respondí; lejos de aquí. Y así fue como escapamos a Sunset Valley. Si hubiésemos escogido otro lugar, quizás Samantha no hubiese muerto, pero el trabajo tan temerario que ella llevaba fue la verdadera causa del accidente aéreo en que se vio envuelta”
Las memorias de tiempos pasados, que Jean Pierre le cuenta a su hijo de 15 años, vienen a refrescar los recuerdos que el muchacho, Dimitri, poseía de su madre. ¡Exiguos recuerdos! Ella había fallecido cuando él recién había cumplido los siete años, en una arriesgada misión para la sociedad secreta. En efecto, ella era una investigadora de élite, mas debió sacrificar parte de sí misma para dar cabida a la inmensa obligación que cargaba en ambos hombros.
El peligro jamás la abandonó. Desde el principio de la misión más insinuante, nunca fue la misma persona. Francia era un hermoso lugar, pero existían escondrijos tan ocultos que guardaban apocalípticos secretos jamás comentados. De esta manera, llegó a Champs Les Sims, a la investigación de horrorosos crímenes en el contexto de la caza de brujas. Una mujer de 50 años, aún joven, había sido asesinada hacía unos cinco años atrás, acusada de supuesta brujería, y solo ahora la verdad salía a la luz. Era preciso que Samantha Clark, la más valiosa joya de la asociación, desvelara el misterio de aquella comunidad, que vivía al menos cien años más atrasada al resto del mundo. Francia tan hermosa, pero quizás, tan hermética. Dentro del arcano pueblo, conoce a Jean Pierre, con quien enfrenta aventuras que la harían huir lejos de los oscuros sótanos del poblado. Las sorpresas no se acabarían allí; ¿Y si realmente existieron casos de brujería en pleno siglo veinte? Ya lo averiguaría… ¿Crees en las brujas?
Las memorias de tiempos pasados, que Jean Pierre le cuenta a su hijo de 15 años, vienen a refrescar los recuerdos que el muchacho, Dimitri, poseía de su madre. ¡Exiguos recuerdos! Ella había fallecido cuando él recién había cumplido los siete años, en una arriesgada misión para la sociedad secreta. En efecto, ella era una investigadora de élite, mas debió sacrificar parte de sí misma para dar cabida a la inmensa obligación que cargaba en ambos hombros.
El peligro jamás la abandonó. Desde el principio de la misión más insinuante, nunca fue la misma persona. Francia era un hermoso lugar, pero existían escondrijos tan ocultos que guardaban apocalípticos secretos jamás comentados. De esta manera, llegó a Champs Les Sims, a la investigación de horrorosos crímenes en el contexto de la caza de brujas. Una mujer de 50 años, aún joven, había sido asesinada hacía unos cinco años atrás, acusada de supuesta brujería, y solo ahora la verdad salía a la luz. Era preciso que Samantha Clark, la más valiosa joya de la asociación, desvelara el misterio de aquella comunidad, que vivía al menos cien años más atrasada al resto del mundo. Francia tan hermosa, pero quizás, tan hermética. Dentro del arcano pueblo, conoce a Jean Pierre, con quien enfrenta aventuras que la harían huir lejos de los oscuros sótanos del poblado. Las sorpresas no se acabarían allí; ¿Y si realmente existieron casos de brujería en pleno siglo veinte? Ya lo averiguaría… ¿Crees en las brujas?
Ensorcellement de l'âme
Capítulo I: Le Jour Tombe
El graznido de ciertas aves bajo el ocaso revelaba la llegada del baile nocturno. Había sido un apacible día en Sunset Valley, a pesar del ventarrón típico de la zona que traía con éste la fragancia recia de las amapolas y el tenue aroma de los pétalos de rosas. Un verdor tan extenso recubría las praderas del campo contrastando con la modernidad del siglo veintiuno. Sunset Valley era el equilibrio entre la belleza de la naturaleza, realmente hermosa pero a la vez impredecible, y la tecnología, avance humano del que algunos se jactaban con tanto énfasis. Quizás tanto aparataje creado por el ser humano era impresionante, mas no era capaz de llevarnos a la verdad. Aquella verdad que se oculta en los lugares más recónditos del planeta, latente, esperando a ser descubierta. Espera. Espera por ser descubierta y desea dar rechazo a todas las otras verdades que conocemos y las llamamos dogmas.
Jean Pierre parece darse cuenta que ha tardado demasiado en el trabajo, como encargado de la preparación de néctar en el restaurante de Sunset Valley. A paso ágil, sigue a los diminutos seres alados que se dirigen a sus árboles. Su coche se había descompuesto al llegar al trabajo, y por este motivo, no le quedó de otra que sacrificar su hora de salida para buscar un mecánico, que lo revisara, intentara llevar al taller a reparar y luego, “caminar” a casa –nótense las comillas- . Es que hoy parecía ser uno de sus días en que nada le resultaba, puesto que ni taxi pudo tomar. Una avecilla se detuvo enfrente de él. Era como si se mofara al ver un hombre, de tan poca coordinación y vestido para el trabajo, corriendo como un quinceañero.
Jean Pierre sabía por qué corría.
Poca era la distancia que le quedaba. Miró hacia el sol nuevamente, que se ponía y ocultaba tras las colinas. El reflejo del mar se veía anaranjado. Las nubes mostraban un tenue degradado que con el sol, formaban un bonito complejo. Era salmón. Anaranjado. Rojo, a veces. Aloque. Rubí. ¿Es que acaso nunca olvidaría el tono de sus cabellos? La luz se fundía con sus ojos. Los cerró un momento, pero la luz era tal, que seguía viendo las mismas tonalidades. Jamás olvidaría a Samantha. La seguía amando.
La vio por primera vez en un coche, cuando él ni siquiera sabía lo que era uno. Solo recuerda que una mujer pálida, y de cabellos tan rojos como el fuego, conducía un automóvil negro lustroso. La vio por lo menos dos veces antes de tenerla en frente, en las calles de la comarca. Sonaba tan raro oír eso en Champs Les Sims, que cualquiera le diría que estaba alucinando.
Un día, mientras compraba víveres en las tienditas de la plaza central, vio el vehículo elegante y tan veloz como el viento. La gente se detuvo a virar la cabeza y observarla. Era inglesa, definitivamente –murmuraban-. Él solo contemplaba, sin pensar. Algo le decía dentro que volvería a verla.
Y así fue. Pescando en el río, observó nuevamente esta máquina tan curiosa. Está bien, sí habían coches en el pueblo. Pero Jean Pierre los miraba con tanta incredulidad que creía que eran un sueño. De origen bastante humilde, este encargado de una posada en la comarca simplemente vivía entre la naturaleza, y como la mayoría del pueblo, ignoraba que allá afuera todo era distinto a donde residía.
Esta vez sí pensó. La volvería a ver. Tenía que hacerlo.
Esa mujer tan misteriosa lo tenía en vela. ¿Quién era? No solo a él le interesaba el tema. Su protectora y dueña de una de las pocas posadas de Champs Les Sims, la señora Annabelle, una mujer de edad avanzada pero nunca tanto, estaba consciente de la presencia de una misteriosa mujer que rondaba los alrededores de la villa. Al desayunar con él, comentaba ciertas cosas que indujeron a Jean Pierre a pensar que se refería a la misma persona.
-¿Tú la has visto, Colette? Es el chisme del pueblo, últimamente –se dirigía a la muchacha que estaba sentada junto a ellos en la mesa-
-No la he visto, señora Annabelle –le decía en un francés suave- Pero me han contado muchas cosas sobre ella. ¿No cree usted que sea bruja?
-Por favor, Colette, no me digas que crees que a esa señora la mataron por ser bruja –interviene Jean Pierre-
-¿Y entonces por qué? –mira extrañada- A mí no se me ocurre otra cosa. Sé perfectamente que ella practicaba magia negra, no veo por qué no haya sido el caso de esa señora.
-Colette, hija –dice la mujer- El tema se ha hablado bastante ya, y ha pasado tiempo suficiente, creo que no es pertinente volver a recordarlo –con voz tosca- Y no estoy segura si la señora Capucine haya sido efectivamente lo que dices –cierta atmósfera indica maquinación en su comentario-
El silencio da la razón. Mientras comían pasteles hechos a base de uvas chemirola, Jean Pierre observaba una a una las imperfecciones del rostro de la señora Annabelle. La edad no lo era todo, pensó, porque la vejez igual recayó en ella a pesar de no cumplir aún los sesenta años. Al otro lado estaba Colette, la joven testaruda que residía en la posada, junto a su marido, Fausto, un joven de lozano aspecto pero contextura fuerte y de rasgos alemanes (no así el cabello, que lo llevaba negro), algo tosco en ciertos ademanes y terco en otros ideales.
Jean Pierre revolvía con los cubiertos el bocadillo que se servía. La señora tomó una copa de néctar, bastante fino, como acostumbraba a beber por las mañanas. Él no era muy afanado a la bebida, pero si lo hacía, debía ser de las botellas de doña Annabelle. Se decía que eran de las mejores, pues en sus años mozos, era la mejor preparadora de néctar que alguna vez tuvo este pequeño poblado francés.
Cuando Jean Pierre se precipitaba a levantar la mesa, Colette le indicó que ella lo haría el día de hoy. Sin chistar, Jean Pierre asiente y decide salir a su puesto de recibidor. Mientras cruzaba el arco de puerta que conectaba el comedor con la sala-recibidor, suena un golpeteo suave en el portal de madera. La mirada delatadora de la señora Annabelle fue suficiente para entender que le correspondía abrir la puerta.
Un ruido molesto se dejó escapar mientras abría la enorme estructura, de madera sumamente pesada y algo áspera. Todo lo contrario vería en quien encontraría al otro lado de ésta.
El cabello rojizo ceniza se veía extremadamente distinto a la tez blanca de mármol finísimo. Unas gafas poco convencionales, seguidos de un atuendo propio de la mujer inglesa elegante y extravagante, dejaban atónito al cándido joven. Una sonrisa de dientes brillantísimos fue la última señal para que éste terminara por derretirse. “Bonjour”, le dice en un francés sofisticado y perfectamente pronunciado.
-Dí…. Dígame –tartamudea-
Ella sonríe. La señora Annabelle asoma la cabeza a ver quién era. Como huraña mujer que era, no sale a saludar a la nueva huésped. Vuelve al comedor y ayuda a Colette a levantar la mesa.
-¿Es esta una posada? –lo mira directamente a los ojos-
-Así es –baja la cabeza, intimidado-
-Pues me gustaría alquilar alguna habitación –ríe, al ver al pintoresco francés totalmente avergonzado-
La señorita entra a saltitos debido a los zapatos de tacón que llevaba. Le indica a Jean Pierre que estacionó su coche (ese que le llamaba tanto la atención) en el estacionamiento de la casa. Jean Pierre, pensaba dentro de sí, que al fin supo para qué era ese enrejado en el que nunca había nada dentro. Mejor no dijo lo que pensaba, puesto que la elegante dama lo tildaría de ignorante.
-Mi nombre es Samantha Clark –miraba la habitación cuidadosamente, mientras él anotaba en un cuaderno y terminado esto, la miraba con curiosidad-
-Bienvenida a Francia, señorita Clark.
Samantha vira su vista hacia el muchacho.
-¿Acaso se nota que no soy de aquí? –sonríe-
Jean Pierre vuelve a sentirse incomodado. Solo la mira, avergonzado.
-Pues tienes razón. Soy inglesa.
-Entonces ¿Cómo habla tan bien el idio…? –lo interrumpen-
-Soy maestra de francés –responde- vengo de vacaciones. Ahora, ¿me puedes mostrar la habitación? He buscado todos estos días alojamiento, mas no encontré ninguna otra posada, y tuve que pasar las noches en mi coche.
-Lo siento, señorita, en seguida la llevo hasta allí. Y razón tiene, no hay muchos lugares donde alquilar en el poblado.
Esto último le hizo meditar. La zona estaba lejos de ser turística, es más, era una pequeña villa cercana a Paris y especializada en la producción de vides, que luego se llevan directamente a la capital. Sí, también se fabricaba néctar de dulces tintes, pero no viene al caso. Pocas personas eligen este pueblo como destino vacacional, escondido tras las sombras y rodeado de semblantes mustios y poco cordiales. De hecho, la señora Annabelle solo tiene habitaciones para alquilar porque la casa es tremenda, y no tiene sentido vivir sola en una mansión donde nadie más le haga compañía.
-Subamos las escaleras –le invita-
Samantha subía con gracia la escalera, flotando en cada peldaño que pisaba. Sus cabellos se mostraban, vanidosos, a la vista del observador. Las manos claras y finas, como palomas blancas, se aferraban de cuando en cuando al barandal de madera antigua. Él no podía dejar de mirar ese rojizo. Le llamaba tanto la atención, que volaba solo contemplándolo. Era como las llamas que bailaban en torno a un leño. Llamas que volvían a sumergirlo en el ocaso y la llegada del anochecer.
Ya en casa, abre la puerta ágilmente. El paseo se hizo extremadamente largo sin el coche con el que acostumbraba transportarse. Se limpia los pies con el cubre piso que yacía al lado interior de la puerta y a medio trote se dirige hasta la cocina. Una casa de decoración más bien moderna, sencilla y fundida entre el marrón del café a los tonos blancos, era la morada de este viudo. La cocina era acogedora y una pequeña mesa estaba ocupada por cierta persona que aguardaba la llegada de Jean Pierre.
-Dimitri, hijo, no sabes lo que me ha pasado
-Te escucho –con acento desagradable- He esperado ya bastante –deja el plato y mira directamente a su padre-
Dimitri destacaba por ser obstinado. La fusión francesa e inglesa acentuaba en sus formas, con el cabello del padre pero facciones curtidas al estilo inglés. De quince años cumplidos, no hacía honor a la edad. La mayor parte del tiempo tenía manifestaciones solo propias de niños de siete años, congelado en la niñez que fue quebrantada tan tempranamente.
-Ya veo –dice mientras escucha el relato de su padre- Pues quedaste de llegar temprano hoy, no hay excusa…
-Dimitri, no seas injusto. He tenido un percance, pero ha sido algo casual. No creas que no quería comer contigo, sabes que siempre lo hacemos.
-Últimamente no mucho –replica-
Jean Pierre suspira.
-¿Qué comes? –le pregunta-
-Comida precocinada
-¿Te parece que cocine algo?
Dimitri se encoge de brazos. Parece que sí quería, puesto que tomó el plato que estaba comiendo y lo dejó en el fregadero, lavándolo mientras su padre cocinaba algo rápido. El muchacho tenía palabras que contenía por miedo a la reacción de Jean Pierre. Intentaba decirle, pero luego callaba. Había reprobado una asignatura en la escuela.
-¿Pa…pá? –dudoso-
-Dime –con voz serena, mientras rebanaba unos vegetales-
Toma aliento y le da la noticia
-Reprobé… Francés.
El cuchillo dejó de trabajar, súbitamente. Él no mira hacia atrás, le pregunta sin verle el rostro.
-¿Me oíste?
-Sí –deja que pasen unos segundos- Dimitri, tú sabes hablar francés.
-Ya, pero me quedé en blanco en el examen…
-¿Qué vas a hacer? –se da vuelta para mirarlo-
-Tengo que repetirlo, me han dado una oportunidad –Dimitri no aguantaba los nervios-
Jean Pierre no le responde. Solo sigue cocinando, arduamente. El chico se sienta en el comedor a esperarlo, mirando al techo, cavilando en cómo lo haría para aprobar. Pasaron cinco minutos para que una tufarada, desagradable olor a quemado, escapara del horno. El olor se hacía insoportable, y prontamente vio el resultado de su trabajo –bastante corto y además, infructífero-
Repitió con resignación, entre escapadas de aire e inspiraciones largas y profundas: “esto no habría pasado si tu madre estuviese aquí…”. Dimitri aprieta los puños. Sabía que era verdad.
Jean Pierre parece darse cuenta que ha tardado demasiado en el trabajo, como encargado de la preparación de néctar en el restaurante de Sunset Valley. A paso ágil, sigue a los diminutos seres alados que se dirigen a sus árboles. Su coche se había descompuesto al llegar al trabajo, y por este motivo, no le quedó de otra que sacrificar su hora de salida para buscar un mecánico, que lo revisara, intentara llevar al taller a reparar y luego, “caminar” a casa –nótense las comillas- . Es que hoy parecía ser uno de sus días en que nada le resultaba, puesto que ni taxi pudo tomar. Una avecilla se detuvo enfrente de él. Era como si se mofara al ver un hombre, de tan poca coordinación y vestido para el trabajo, corriendo como un quinceañero.
Jean Pierre sabía por qué corría.
Poca era la distancia que le quedaba. Miró hacia el sol nuevamente, que se ponía y ocultaba tras las colinas. El reflejo del mar se veía anaranjado. Las nubes mostraban un tenue degradado que con el sol, formaban un bonito complejo. Era salmón. Anaranjado. Rojo, a veces. Aloque. Rubí. ¿Es que acaso nunca olvidaría el tono de sus cabellos? La luz se fundía con sus ojos. Los cerró un momento, pero la luz era tal, que seguía viendo las mismas tonalidades. Jamás olvidaría a Samantha. La seguía amando.
La vio por primera vez en un coche, cuando él ni siquiera sabía lo que era uno. Solo recuerda que una mujer pálida, y de cabellos tan rojos como el fuego, conducía un automóvil negro lustroso. La vio por lo menos dos veces antes de tenerla en frente, en las calles de la comarca. Sonaba tan raro oír eso en Champs Les Sims, que cualquiera le diría que estaba alucinando.
Un día, mientras compraba víveres en las tienditas de la plaza central, vio el vehículo elegante y tan veloz como el viento. La gente se detuvo a virar la cabeza y observarla. Era inglesa, definitivamente –murmuraban-. Él solo contemplaba, sin pensar. Algo le decía dentro que volvería a verla.
Y así fue. Pescando en el río, observó nuevamente esta máquina tan curiosa. Está bien, sí habían coches en el pueblo. Pero Jean Pierre los miraba con tanta incredulidad que creía que eran un sueño. De origen bastante humilde, este encargado de una posada en la comarca simplemente vivía entre la naturaleza, y como la mayoría del pueblo, ignoraba que allá afuera todo era distinto a donde residía.
Esta vez sí pensó. La volvería a ver. Tenía que hacerlo.
Esa mujer tan misteriosa lo tenía en vela. ¿Quién era? No solo a él le interesaba el tema. Su protectora y dueña de una de las pocas posadas de Champs Les Sims, la señora Annabelle, una mujer de edad avanzada pero nunca tanto, estaba consciente de la presencia de una misteriosa mujer que rondaba los alrededores de la villa. Al desayunar con él, comentaba ciertas cosas que indujeron a Jean Pierre a pensar que se refería a la misma persona.
-¿Tú la has visto, Colette? Es el chisme del pueblo, últimamente –se dirigía a la muchacha que estaba sentada junto a ellos en la mesa-
-No la he visto, señora Annabelle –le decía en un francés suave- Pero me han contado muchas cosas sobre ella. ¿No cree usted que sea bruja?
-Por favor, Colette, no me digas que crees que a esa señora la mataron por ser bruja –interviene Jean Pierre-
-¿Y entonces por qué? –mira extrañada- A mí no se me ocurre otra cosa. Sé perfectamente que ella practicaba magia negra, no veo por qué no haya sido el caso de esa señora.
-Colette, hija –dice la mujer- El tema se ha hablado bastante ya, y ha pasado tiempo suficiente, creo que no es pertinente volver a recordarlo –con voz tosca- Y no estoy segura si la señora Capucine haya sido efectivamente lo que dices –cierta atmósfera indica maquinación en su comentario-
El silencio da la razón. Mientras comían pasteles hechos a base de uvas chemirola, Jean Pierre observaba una a una las imperfecciones del rostro de la señora Annabelle. La edad no lo era todo, pensó, porque la vejez igual recayó en ella a pesar de no cumplir aún los sesenta años. Al otro lado estaba Colette, la joven testaruda que residía en la posada, junto a su marido, Fausto, un joven de lozano aspecto pero contextura fuerte y de rasgos alemanes (no así el cabello, que lo llevaba negro), algo tosco en ciertos ademanes y terco en otros ideales.
Jean Pierre revolvía con los cubiertos el bocadillo que se servía. La señora tomó una copa de néctar, bastante fino, como acostumbraba a beber por las mañanas. Él no era muy afanado a la bebida, pero si lo hacía, debía ser de las botellas de doña Annabelle. Se decía que eran de las mejores, pues en sus años mozos, era la mejor preparadora de néctar que alguna vez tuvo este pequeño poblado francés.
Cuando Jean Pierre se precipitaba a levantar la mesa, Colette le indicó que ella lo haría el día de hoy. Sin chistar, Jean Pierre asiente y decide salir a su puesto de recibidor. Mientras cruzaba el arco de puerta que conectaba el comedor con la sala-recibidor, suena un golpeteo suave en el portal de madera. La mirada delatadora de la señora Annabelle fue suficiente para entender que le correspondía abrir la puerta.
Un ruido molesto se dejó escapar mientras abría la enorme estructura, de madera sumamente pesada y algo áspera. Todo lo contrario vería en quien encontraría al otro lado de ésta.
El cabello rojizo ceniza se veía extremadamente distinto a la tez blanca de mármol finísimo. Unas gafas poco convencionales, seguidos de un atuendo propio de la mujer inglesa elegante y extravagante, dejaban atónito al cándido joven. Una sonrisa de dientes brillantísimos fue la última señal para que éste terminara por derretirse. “Bonjour”, le dice en un francés sofisticado y perfectamente pronunciado.
-Dí…. Dígame –tartamudea-
Ella sonríe. La señora Annabelle asoma la cabeza a ver quién era. Como huraña mujer que era, no sale a saludar a la nueva huésped. Vuelve al comedor y ayuda a Colette a levantar la mesa.
-¿Es esta una posada? –lo mira directamente a los ojos-
-Así es –baja la cabeza, intimidado-
-Pues me gustaría alquilar alguna habitación –ríe, al ver al pintoresco francés totalmente avergonzado-
La señorita entra a saltitos debido a los zapatos de tacón que llevaba. Le indica a Jean Pierre que estacionó su coche (ese que le llamaba tanto la atención) en el estacionamiento de la casa. Jean Pierre, pensaba dentro de sí, que al fin supo para qué era ese enrejado en el que nunca había nada dentro. Mejor no dijo lo que pensaba, puesto que la elegante dama lo tildaría de ignorante.
-Mi nombre es Samantha Clark –miraba la habitación cuidadosamente, mientras él anotaba en un cuaderno y terminado esto, la miraba con curiosidad-
-Bienvenida a Francia, señorita Clark.
Samantha vira su vista hacia el muchacho.
-¿Acaso se nota que no soy de aquí? –sonríe-
Jean Pierre vuelve a sentirse incomodado. Solo la mira, avergonzado.
-Pues tienes razón. Soy inglesa.
-Entonces ¿Cómo habla tan bien el idio…? –lo interrumpen-
-Soy maestra de francés –responde- vengo de vacaciones. Ahora, ¿me puedes mostrar la habitación? He buscado todos estos días alojamiento, mas no encontré ninguna otra posada, y tuve que pasar las noches en mi coche.
-Lo siento, señorita, en seguida la llevo hasta allí. Y razón tiene, no hay muchos lugares donde alquilar en el poblado.
Esto último le hizo meditar. La zona estaba lejos de ser turística, es más, era una pequeña villa cercana a Paris y especializada en la producción de vides, que luego se llevan directamente a la capital. Sí, también se fabricaba néctar de dulces tintes, pero no viene al caso. Pocas personas eligen este pueblo como destino vacacional, escondido tras las sombras y rodeado de semblantes mustios y poco cordiales. De hecho, la señora Annabelle solo tiene habitaciones para alquilar porque la casa es tremenda, y no tiene sentido vivir sola en una mansión donde nadie más le haga compañía.
-Subamos las escaleras –le invita-
Samantha subía con gracia la escalera, flotando en cada peldaño que pisaba. Sus cabellos se mostraban, vanidosos, a la vista del observador. Las manos claras y finas, como palomas blancas, se aferraban de cuando en cuando al barandal de madera antigua. Él no podía dejar de mirar ese rojizo. Le llamaba tanto la atención, que volaba solo contemplándolo. Era como las llamas que bailaban en torno a un leño. Llamas que volvían a sumergirlo en el ocaso y la llegada del anochecer.
Ya en casa, abre la puerta ágilmente. El paseo se hizo extremadamente largo sin el coche con el que acostumbraba transportarse. Se limpia los pies con el cubre piso que yacía al lado interior de la puerta y a medio trote se dirige hasta la cocina. Una casa de decoración más bien moderna, sencilla y fundida entre el marrón del café a los tonos blancos, era la morada de este viudo. La cocina era acogedora y una pequeña mesa estaba ocupada por cierta persona que aguardaba la llegada de Jean Pierre.
-Dimitri, hijo, no sabes lo que me ha pasado
-Te escucho –con acento desagradable- He esperado ya bastante –deja el plato y mira directamente a su padre-
Dimitri destacaba por ser obstinado. La fusión francesa e inglesa acentuaba en sus formas, con el cabello del padre pero facciones curtidas al estilo inglés. De quince años cumplidos, no hacía honor a la edad. La mayor parte del tiempo tenía manifestaciones solo propias de niños de siete años, congelado en la niñez que fue quebrantada tan tempranamente.
-Ya veo –dice mientras escucha el relato de su padre- Pues quedaste de llegar temprano hoy, no hay excusa…
-Dimitri, no seas injusto. He tenido un percance, pero ha sido algo casual. No creas que no quería comer contigo, sabes que siempre lo hacemos.
-Últimamente no mucho –replica-
Jean Pierre suspira.
-¿Qué comes? –le pregunta-
-Comida precocinada
-¿Te parece que cocine algo?
Dimitri se encoge de brazos. Parece que sí quería, puesto que tomó el plato que estaba comiendo y lo dejó en el fregadero, lavándolo mientras su padre cocinaba algo rápido. El muchacho tenía palabras que contenía por miedo a la reacción de Jean Pierre. Intentaba decirle, pero luego callaba. Había reprobado una asignatura en la escuela.
-¿Pa…pá? –dudoso-
-Dime –con voz serena, mientras rebanaba unos vegetales-
Toma aliento y le da la noticia
-Reprobé… Francés.
El cuchillo dejó de trabajar, súbitamente. Él no mira hacia atrás, le pregunta sin verle el rostro.
-¿Me oíste?
-Sí –deja que pasen unos segundos- Dimitri, tú sabes hablar francés.
-Ya, pero me quedé en blanco en el examen…
-¿Qué vas a hacer? –se da vuelta para mirarlo-
-Tengo que repetirlo, me han dado una oportunidad –Dimitri no aguantaba los nervios-
Jean Pierre no le responde. Solo sigue cocinando, arduamente. El chico se sienta en el comedor a esperarlo, mirando al techo, cavilando en cómo lo haría para aprobar. Pasaron cinco minutos para que una tufarada, desagradable olor a quemado, escapara del horno. El olor se hacía insoportable, y prontamente vio el resultado de su trabajo –bastante corto y además, infructífero-
Repitió con resignación, entre escapadas de aire e inspiraciones largas y profundas: “esto no habría pasado si tu madre estuviese aquí…”. Dimitri aprieta los puños. Sabía que era verdad.