Disculpen el retraso, pero es que rendí un examen final el miércoles y recién ayer pude tomar las imágenes del Sims. En fin, ahora sí, les dejo que capítulo 4 que ya había escrito hacía bastante
Ah, y ¡muchas gracias Miley y Green!
4. Calor subterráneo
Emilia y yo estábamos sentados a la mesa, conversando. Era una joven de 17 años que había comenzado a trabajar para poder pagar sus estudios universitarios. Margarita ya había llegado y se encontraba en su habitación, jugando.
—No te preocupes por quedarte hasta que vuelva —dije—. Ayer ya se ha quedado sola, pobrecita, pero supongo que se ha acostumbrado a la soledad de cuando estuve…
—Alejandro, no te preocupes por mí —me interrumpió ella, con dulzura—. Cuando tú vengas, yo me subo al auto y me marcho. Pero no voy a dejarla sola. Además, aquí puedo cenar y hacer mis deberes. En serio, que en mi casa siempre me acuesto tarde. Estoy acostumbrada.
Margarita se acercó, en silencio. Se quedó de pie, a unos metros de nosotros, durante unos segundos, y luego nos dirigió una sonrisa traviesa.
—Emilia, ¿te vas a quedar a jugar?
—Pues sí, hermosa. Me quedo a jugar contigo —hizo una pausa—. ¿Y sabes qué? Yo también tengo tarea, así que podemos hacerla juntas.
—¡Vale! —se alegró mi hija, y se alejó corriendo.
Emilia se volvió hacia mí y asintió con la cabeza. Pero no dijo nada.
—Muchas gracias —me despedí.
Caminé hasta mi habitación y me puse la ropa de trabajo. Por alguna razón, sentía culpa por no estar en casa a la noche. O quizá era, en realidad, que algo dentro mío me estaba pidiendo que no volviera a los laboratorios MTC.
Laboratorios MTC—¿Seguro que no quieres que me quede? Mira que yo no tengo nada que hacer, eh —insistió Isabel—. Me quedo un rato, charlamos de la vida y luego me voy.
—Tranquila —la calmé, sonriendo—. No te preocupes, en serio te digo. Que anoche ya he estado solo y tampoco es para tanto. Algún que otro ruido extraño, pero nada que no pueda sobrellevar. Ve a tu casa, cocínate algo rico y disfruta de una buena cena. Y duerme, tú que puedes.
Se rió.
—Vale, me marcho. Pero ten cuidado, esto no es tan seguro como parece —a pesar de ser los únicos en MTC, Isabel había bajado el tono de voz.
—¿Qué quieres decir? —indagué, un tanto extrañado.
—Desde que trabajo aquí no he dejado de ver y oír cosas fuera de lo común. Todos niegan que algo esté sucediendo; pero vamos, yo no soy estúpida. Hay días que pareciera que las paredes están hablando. O que el aire dentro de la ventilación está a punto de estallar. No quiero asustarte, Alejandro. Tal vez sean ruidos usuales en un laboratorio. Yo no lo sé. Pero me andaría con cuidado —tomó su bolso y me dirigió una sonrisa—. Nos vemos mañana, entonces. Buenas noches.
La vi marcharse y me quedé de pie, observando el gran recibidor. Sólo se oían algunos búhos, pero nada más. Había un increíble silencio, pero ¿cómo podía ser posible? La noche anterior parecía que dentro de los conductos de aire había una revolución. Y ahora, nada.
Recorrí los pasillos, prestando atención a los sonidos. Mis pasos resonaban fuertemente, especialmente al subir las escaleras. Pero por lo demás, parecía que todo el edificio había sido perfectamente acustizado de un día para otro.
Encendí la computadora y navegué por internet. Era una buena manera de pasar el rato, leyendo historias online, disfrutando de algunos cortos cinematográficos… frente al monitor, el tiempo corría maravillosamente rápido. Tanto, que cuando volví a mirar el reloj ya casi era la una de la mañana.
Un fuerte ruido, como de un golpe, me llegó desde el pasillo. Me puse de pie, sobresaltado, y agudicé el oído. De pronto, habían vuelto los murmullos en los conductos de ventilación. De pronto, las maderas volvían a crujir, las paredes volvían a vibrar suavemente. Y un constante rugido retumbaba en el pasillo.
Un rugido que jamás había oído en mi vida. Un sonido profundo, taladrante, que penetraba los huesos y hacía vibrar el cuerpo entero. Pero además, un sonido tan débil que apenas podía oírse. Un sonido que los músculos notaban más que los tímpanos.
Caminé con cautela, avanzando hacia el fondo del pasillo. Estaba transpirando: unas grandes gotas de sudor se deslizaban a través de mi espalda. Quizá por el calor, quizá por los nervios. Sentía mis mejillas hirviendo y podía imaginarlas coloradas como tomates. Y los brazos, agobiados como si hubiesen estado esforzándose durante horas.
Me detuve frente a la puerta roja: la puerta del laboratorio. Un intenso calor, que inundaba el aire, se colaba por las ranuras. Parecía que, en la habitación contigua, había nacido una nueva estrella.
Busqué la llave entre todas las que tenía. Fuera lo que fuese que estuviese pasando allí detrás, no podía ser nada bueno. Sentía mi mente a punto de desvanecerse. Mis músculos contrayéndose del calor, pidiendo a retorcijones un poco de ventilación. Toda el agua en mi cuerpo estaba emergiendo por cada poro, empapándome la piel. Debía concentrarme para poder lograr cada movimiento: localizar el músculo y enviar el impulso adecuado. De pronto, los procesos corporales inconscientes requerían un esfuerzo minucioso, específico; completamente fuera de lugar.
El teléfono de MTC sonó.
Agitado, respirando con dificultad, caminé hasta el mostrador. Respondí.
—Alejandro, ¿qué tal? —preguntó Víctor Carmindio, del otro lado—. Escúchame una cosa: en unos pocos minutos va a encenderse un horno de combustión en el laboratorio. Está programado para eliminar toxinas y bacterias de las sustancias que manipulamos —hizo una pausa—. ¿Estás ahí?
—Sí, sí, Víctor —contesté, un poco atontado.
—Bien —continuó—. Abre todas las ventanas. Y, si te sientes muy mal a causa del calor, cierra todo y vete a tu casa. Siento avistarte tan tarde; acaban de notificarme al respecto.
—Vale, Víctor, no te preocupes.
—¿Seguro que estás bien, Alejandro?
—Sí, sí —insistí—. Un poco cansado, eso es todo.
Le mentí. Y es que no le creía ni una palabra. Había llamado unos minutos después de que el horno se encendiera; si es que ese horno existía. Por alguna razón, no me fié de Víctor. Algo en su tono, en sus modos, me hizo pensar que algo más estaba sucediendo en el laboratorio, en el subsuelo.
Colgué y caminé hasta la puerta. Había una sola forma de saber la verdad: ir allí abajo y averiguar qué estaba pasando. Tomé la llave y la puse en la cerradura. Pero, al girarla, nada sucedió.
Extrañado, probé una a una todas las llaves: ninguna abría la puerta que llevaba al laboratorio. Por alguna razón, me habían dado una llave que no funcionaba. Una razón obvia: no querían que entrara, me lo habían dicho desde un principio. Definitivamente, en ese subsuelo no había ningún horno encendido. Algo más, algo de lo que no tenía idea, estaba sucediendo.
Y cuando, una hora después, llegué a mi casa y hablé con Emilia, comprendí que el problema era aún mayor de lo que hubiera imaginado.
—¿Qué tal ha estado todo? —pregunté, ya más relajado.
—Muy bien, Margarita hizo sus deberes y se acostó temprano —respondió ella, con una sonrisa—. Pero ha pasado algo extraño, Alejandro.
La miré. Sus ojos se habían bañado en lágrimas de miedo.
—Ha sido alrededor de la una de la mañana —comenzó, con voz tensa—. De pronto fue como si hubiese encendido al máximo la calefacción. El calor era agobiante, Alejandro. Ha durado unos veinte minutos y luego todo ha vuelto a la normalidad.
Me quedé en silencio, asustado. Había sido durante el calentamiento de los laboratorios MTC. Decidí hacer como si nada, para no preocupar a la muchacha.
—Sí, ayer sucedió lo mismo —me quejé—. Debe ser un problema con la caldera. Mañana llamaré al técnico en reparaciones; supongo que sabrá asesorarme.
—Vale —se tranquilizó ella—. No sabes el susto que me di.
Pero sí. Sí que sabía. Yo también estaba aterrorizado.