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Capítulo 17: Carmín
Parecía que sonara unos acordes de piano a lo lejos, dedos extasiados yendo de lo agudo a lo grave, de intensidad a suavidad. Unos pasajes livianos, luego la fuga. La congoja de Estela era la fuga. Sentada sin hacer nada, contempla el morado de las paredes, que a sus ojos parecían grises a la falta de luz. Las luces de neón del centro de Riverview estaban encendidas, pero no eran suficientes para tapar la oscuridad simbólica en la que la casona estaba inmersa. El cielo se tornaba carmesí, la luna poseía un color granate y el viento parecía verse, negro, arrancando hojas de los árboles y molestando a los tejados con la amenaza de llevarse las tejas.
Alexandra había tomado toda su ropa y se fue hasta otro cuarto, cubierto por telarañas y polvo, llamado bajo eufemismos como el cuarto de invitados. Armando siguió en su cuarto luego de lo acontecido, no hablaba ni se movía. Miraba tras las cortinas en dirección hacia el patio, en el mismo sentido en que Lucía se había marchado. Él la había sacado, pero igualmente la extrañaba; ella había sido quizás el único amor de un hombre tan perdido como él mismo. Duerme.
La muchacha no aguantaba la desesperación de volver a quedarse sola. Caminaba como alma en pena, entre los pasillos que esa noche le parecieron colosales, más que de costumbre, puesto que según ella, la gente llenaba el vacío que la casa no podía hacer en su majestuosa enormidad.
Bajaba las escaleras, y atraviesa el cuarto verde, oscuro, sin una luz encendida. Iba a ir por agua, un vaso de agua que funcionaría, a su juicio, para calmar los nervios. Mira a través de la cortina, igual que su padre. Por esa dirección se había marchado Arturo…
Bebía a borbotones. El vaso le pareció estar más lleno de lo que pensaba, debido a que demoró bastante en tomar todo el cristalino y brillante líquido que contenía la copa. Escucha un ventarrón en el segundo piso. Deja el vaso en el fregadero, y se aventura, descalza y corriendo, a saber cuál era la fuente del ruido.
No era en su habitación. Abre la puerta del baño. Tampoco era el baño, y el sonido parecía haberse esfumado. Toma aliento y se decide a volver a su cuarto, quería, por lo menos, intentar dormir. Claro. Si la pena le daba la pasada.
Se recuesta, afirmando su cabeza en la almohada, cerrando los ojos lentamente y entrando en trance paulatinamente. La ventana otra vez. Un pie primero, y con el otro en el suelo, se levanta y se dirige al que era el cuarto de Arturo. Sin dudas, debe ser ahí.
Ingresa a través de la puerta de madera forjada. Estela observa que la ventana estaba abierta, y deduce que de allí provenían los ruidos que atormentaban su sueño. A paso lento, intenta cerrar la ventana, pero un ventarrón la detiene, protegiéndose de la impetuosa brisa con ambas manos y cubriendo su cara del polvo que el céfiro arrastraba. Consigue cerrarla, mas, cuando se da vuelta, observa la presencia de alguien que pasaba de ser inadvertido.
Estela, con naturalidad, le habla:
-¿Qué haces a estas horas, Alexis?
-¿No te extraña que me aparezca cuando no te das cuenta? –se sorprende-
-Ya no –suspira-
-Vaya, Estela. Pensé que esta vez te causaría un poco más de impresión, como las otras veces.
-Alexis. Sé quién eres. Dime… sé que atormentas a mi familia porque mi padre asesinó al tuyo –Alexis la mira fijamente- Pero yo no tengo la culpa de ser una Espina. Y no tengo la culpa de que tú también hayas muerto…
Calla.
-¿Sabes que estoy muerto?
-Sí
Estela mira hacia el piso. Un escalofrío se deja sentir en sus entrañas, el frío congelaba las manos de la muchacha y sus cabellos de oro fino se tiran al viento, guiándose en medio de la brisa como ramilletes de trigo.
-¿Y no te da miedo?
-No –respuesta rotunda-
-Mejor. Fallecí hace dos años, persiguiendo a tu padre al trabajo. Tenía planeado arrollarlo con mi coche, pero ya ves que no resultó.
-De las cosas que me entero… Ni hubiese querido saberlo, Alexis.
-Es tu padre Estela, te entiendo que no te parezca. Yo me sentí igual cuando asesinaron al mío. Además, él amaba a otra mujer, mi madre. Tampoco quería casarse con Mariana Espina.
-Lo entiendo
Estela, taciturna, mira el espectro del que comenzaba a comprender su actitud.
-Estás muy triste, Estela.
-Quisiera tener aquí a mi primo de nuevo… y que todos estos problemas terminaran –susurra-
-Todos queremos lo mismo –contempla un cuadro en la habitación de Arturo- Y vengo a avisarte que falta para conseguirlo. Arturo no se ha vengado aún, Estela. Y lo hará. Créeme que lo hará.
-¿Qué es lo que hará?
-Ni yo lo sé a ciencia cierta. Solo debo decirte para que lo tengas en cuenta, y que vigiles cada uno de los movimientos de él y de Lucía. Le puede costar muy caro a tu familia… Yo quiero la muerte de Armando, no te lo niego. Pero también te quiero a ti.
Estela se dirige a la ventana nuevamente. La abre, y el ventarrón golpea su cuerpo con fuerza, por lo que retrocede como una pluma en medio de un tornado. El golpe no había sido del todo literal, su alma había sido golpeada. Se había dado por muerta…
-Llévame contigo, Alexis… quiero morir ya… -cae una lágrima- Quiero terminar con la angustia que me consume viva.
-No Estela. Tú tienes por qué vivir. Y quiero que te levantes, y me prometas que conseguirás arreglar todo esto. Mi deseo era matar a tu padre. Ahora mi deseo es que la hija del asesino sea capaz de vencer el viento iracundo. ¿Lo harías?
Estela mira los ojos pálidos y cristalinos de Alexis, ojos de un lobo perdido entre la nieve.
-¿Lo harías por mí? –Da énfasis-
Parecía asentir. Desvanecía en sueño, inconscientemente. Alexis le indicaba que fuera a acostarse, pero terca, le decía que no, que no tenía sueño. Estornudaba por el frío, se enfermaría porque el pijama que llevaba era bastante delgado. Enfático, la lleva hasta su cuarto, mientras ella estaba bajo un profundo sueño. Abre la cama y la deja en ella, mientras la señorita Espina mostraba ternura en el lecho durmiente, con labios carmines y englobados.
-Hasta pronto, Estela, sé fuerte
Él se despide con un susurro débil. Pero antes de irse, se acerca a ella, delicadamente. Mira sus párpados, un color lila fino, y sus mejillas, rojas como las manzanas. Los labios parecían llamar más su atención, y los propios no esperaron hasta unirse, mientras los de ella pensaban en no separarse más luego de la despedida que Alexis le dio.
La noche cae completamente y se desvanece con el pasar de las horas. El frío no desaparece, más bien se fortalece con la leve escarcha caída en todas las praderas. Había llegado el astro principal, intentando derretir la angustia. Junto con él aparece majestuosa la luminosidad, en consiguiente el día y por lo mismo, la alegría de los niños que juegan en las calles, y la vitalidad de la ciudad, siempre ajetreada en días de semana.
Mariana había encontrado una casa en una villa cercana en los terrenos de Riverview. Era pequeña pero cómoda, más que la que tenían en Villa Flor. Un comedor modesto se contrapone a un salón humilde pero limpio, colorido y con mesitas que daban apoyo a múltiples adornos. La casa aún estaba de alquiler, pero en cuanto los señores vendiesen su morada en el antiguo pueblo, comprarían esta otra y así Arturo podría seguir estudiando.
Hablando de Arturo… por lo que se ve, no está muy entusiasmado. Encerrado en su cuarto, no había salido en toda la mañana. Por más que su madre le llevaba algo para que desayunara, no lo recibía y contestaba con un “no tengo hambre”. Recostado, seguía pensando en todo lo que había vivido el día de ayer. Armando. Armando tenía que morir. ¿Pero cómo?. Él era un don nadie, no tenía influencias, ni dinero, ni siquiera un arma. Estaba desprovisto de todo.
Miraba el terciopelo de la manta que cubría su cama. Era profundo y suave. Empieza a tocarlo, con suavidad, pero le causaba tantos nervios aquella textura que desespera y deja de jugar con él. Comienza a mirar su nuevo cuarto. Parecía aceptable, pero poco le importaba. La luminosidad no le hacía bien en estos momentos, le hacían falta cortinas, mejor si eran opacas. Examina el escritorio. Podría serle útil en días de estudio. ¿Estudio? Ni siquiera sabía si seguiría estudiando. Avanza hasta la ventana. Mira hacia afuera; se alzaba un eterno verde, salpicado de manchitas blancas de color naranja. Divisa un arbusto, bastante extraño, y siente que se mueve. Mira con los ojos extremadamente abiertos. Una nube cubre totalmente el sol, y el firmamento quedó tan oscuro como si fuera la noche misma.
Comienza a salir de todos los matorrales una figura verde, de tez morena y caminar decidido. Parecía ser conocida.
-¿Lucía? ¿Cómo llegaste hasta aquí?
-No me ha costado seguirlos. He pasado la noche aquí afuera, no tengo a dónde ir.
-¿Y no tenías los bienes de los Espina? –comenta, irónico-
-Sí, pero no. Necesito las escrituras. Lo que yo quería era la casa, pero no está a nombre mío. Solo tengo terrenos, que venderé en cuanto tenga la oportunidad.
Arturo comienza a preguntarse ciertas cuestiones.
-Una cosa. ¿A qué vienes aquí? –dice, frío-
-Vengo a proponerte algo –sonríe-
-Adelante
-Tú quieres a Armando muerto, yo también. Para eso necesitamos entrar en la casona Espina ¿Correcto?
Arturo asiente, aunque un poco desorientado.
-Estamos entendiéndonos. Así podré robar las escrituras y apropiarme de lo que corresponde. Y de paso le hacemos una bromita a Armando y lo mandamos al otro lado –ríe- ¿Qué te parece?
Arturo duda, pero recuerda todo en imágenes como un flash back. Le vuelve a la cabeza el día de su llegada. ¡Qué casa más lujosa! ¿Por qué no puede ser mía?
-Es un trato –afirma, decidido-
-Excelente –ríe maléficamente- A las 12 de la noche. Afueras de la casona. Ven de negro Arturo, que no quiero que nadie nos vea. Estaremos en riesgo, pero recuerda. ¡Siempre por un precio razonable! –carcajea-
-Allí estaré
Lucía camina de espaldas, perdiéndose entre los árboles y praderas. Mira con los ojos verdes profundos, y ríe, desesperada. Desaparece, poco a poco. La luz vuelve.
Arturo vuelve a centrar su mirada en el cuarto. Se sentía más aliviado, al contrario de lo que se pensaría. La culpa no lo detenía, quien debería tener sentimientos de culpa es Armando, pensó. Yo no. Camina en círculos. Organiza el evento de esta noche. Se dispone a salir fuera de casa, y cuando intenta salir del cuarto, un golpeteo lo detiene.
-¡Arturo! –llaman desde afuera- ¿Quieres salir, por favor?
A pesar de que sí quería hacerlo antes que Mariana se lo pidiera, se arrepiente solo por no darle el gusto. Vuelve a la cama.
-No quiero. Puedes irte
-Arturo, ¡tienes visita! Por favor, abre… -suplica-
-¿Quién es? –responde con una pregunta-
No alcanza a preguntar cuando Esmeralda atraviesa el cuarto. Corre, ágil, mientras éste se levanta y en posición recta, parecía impenetrable. Ella intenta recordarle el amor que habían mantenido hasta un día atrás, y se lanza sobre él, quedando en sus brazos.
-¿Qué, ya no me reconoces? –suspira-
-No es eso Esmeralda –la baja de sus brazos-
Esmeralda entiende que no estaba de humor.
-Ya veo, Arturo –cambia de tema- Bueno, venía a verte. Me he escapado y ando de civil, como le digo yo a andar en ropa de calle –sonríe-
Arturo intenta formar una sonrisa.
-No te miento, me alegra que hayas venido –la abraza- Solo que… estoy tan confundido… y tengo odio, Esmeralda
-No me digas eso. El odio no es bueno Arturo.
-A veces sí. La venganza reconforta
-La venganza es peor –dice sentenciosa- Te va a consumir Arturo, por favor, prométeme que no te vengarás del señor Espina.
-No puedo prometerte eso, Esmeralda –suelta su mano- Es algo que me llama, Esmeralda, no puedo dejarlo pasar.
-Arturo –muestra miedo- Te perderás si sigues el fuego que arde en ti. Te quemará con él Arturo, ¿acaso no te das cuenta?
Arturo mira hacia el lado, intentando ignorarla, mas dentro de él era totalmente lo contrario lo que dominaba sus emociones. Esmeralda se da cuenta, y un dolor agudo como espinas se clava en medio del corazón de la muchacha. Pone ambas manos en su pecho, presintiendo algo, una angustia que se alimentaba de los temores de ella. Entendió que debía irse, porque él no estaba interesado, por lo menos de momento, en lo que tenía que aconsejarle. Resignarse. Era la respuesta.
-Me voy, Arturo.
-Está bien –intenta parecer indiferente-
Un adiós frívolo fue suficiente para la despedida de este encuentro. Esmeralda caminaba a paso lento para tomar un taxi, reteniéndose en la casa en señal de que no quería irse. Mira hacia atrás. Era una casa bonita, sí. Llega el taxi, y se sienta, suavemente. Vuelve a mirar. Arturo no estaba allí. En cuanto se subió, no dijo nada más que a dónde quería llegar. Lo demás era convención…
Mariana intenta nuevamente hablarle a Arturo fuera de la puerta. Era hora de cenar, la tarde había sucumbido y la luna se veía clara, y en contraste el sol cada vez estaba más opaco. Los faroles del centro comenzaban a encenderse, y las personas que se encontraban en el trabajo o haciendo las compras anticipadas a la cena vuelven a sus casas, gradualmente.
-¡Arturo! ¡La cena está lista!
-¡No comeré nada! –le responde-
Mariana le iba a regañar. Pero por alguna razón se arrepiente. Arturo recuesta su cabeza en la almohada, y duerme hasta la medianoche. El carmín se derramaría a esa hora.
Un cielo nuboso y oscuro se extendía en toda la ciudad, mientras dos personas vestidas de negro cruzaban el bosque fosco y repleto de árboles y plantas. Caminan, corren, vuelan. Llegan hasta divisar un edificio antiguo, de grandes proporciones y descoloridos tonos en las paredes, de madera vieja y casi pudriéndose. Era la casa de los Espina.
-Hemos llegado –mira a Arturo-
Suben las escaleras tratando de que nadie sintiese que pisaban. Lucía, ágil como un gato, era capaz de hacerlo y no desperdiciar tiempo al ir a paso rápido. Susurraban en frente de la puerta. No tenían ni la más mínima idea de cómo abrirla. Parece que la luna se reía de ambos, con el espectro de luz cegadora que a ratos alumbraba a los dos encubiertos.
Lucía saca un alambre delgado. Lo introduce en la chapa, y rogando a todos los santos y demonios para que resultara, separa el portal de madera delicadamente y consigue entrar con Arturo, entre pasos sigilosos y susurros continuos.
La escalera. Parecía más corta de subir de día. Lo que más temían era pasar cerca de Estela, que descubriría a este par de “ladrones” en cuanto pisaran la madera vieja que recubría el piso de la tercera planta.
-Con cuidado –susurra Lucía-
Caminaban lentamente. De cuando en cuando salía un crujido leve. A Arturo se le escapó uno bastante fuerte, a lo que Lucía mira de reojo. No despertaron a nadie, según los cálculos de la mujer. Subían la otra escalera; esta era eterna.
Una vez en el cuarto gris, que más bien parecía de plano negro y sombrío, se detienen. Estaban en el umbral, el que los dejaría entrar en el camino corto y fácil de la venganza, reconfortante a veces, otras estremecedor. Lucía toma la manilla, Arturo entra luego de que ésta lo hiciera.
Armando yacía en la cama, solo. Dormía, pero su rostro parecía inquieto, forzado y arrugado, más que ayer, mucho más. Las manos del hombre doblaban la sábana, tensas. Su tez se volvió pálida y se podía ver una gota diáfana de sudor en su frente, pese a que la noche estaba más bien fresca.
-Ya estamos –susurra- Primero que todo, las escrituras. Avísame si se despierta.
Lucía comienza a hurgar en la estantería del señor Espina. Busca en libros viejos, de por lo menos 10 años atrás, llenos de polvo. Sonríe. Arturo creyó que encontró algo. El hombre parecía tener el sueño pesado, no se despertaba.
-Adelante Arturo. Hazlo como quieras. Si quieres lo ahogas con la almohada. Si quieres, lo cortas con un vidrio de los perfumes de Alexandra. Si quieres le das pastillas de las que tiene en su velador. La decisión es tuya –sonríe-
Arturo estaba indeciso otra vez, tenía miedo. Pero se deja vencer por lo que luchaba contra él en todo momento, ese viento, ese viento maldito. Se acerca a él. Era media noche. Arturo quería ver fluir el carmín. Quería que Armando fuese quien lo liberase. Arturo quería carmín… lo quería ahora…
Capítulo 17: Carmín
Parecía que sonara unos acordes de piano a lo lejos, dedos extasiados yendo de lo agudo a lo grave, de intensidad a suavidad. Unos pasajes livianos, luego la fuga. La congoja de Estela era la fuga. Sentada sin hacer nada, contempla el morado de las paredes, que a sus ojos parecían grises a la falta de luz. Las luces de neón del centro de Riverview estaban encendidas, pero no eran suficientes para tapar la oscuridad simbólica en la que la casona estaba inmersa. El cielo se tornaba carmesí, la luna poseía un color granate y el viento parecía verse, negro, arrancando hojas de los árboles y molestando a los tejados con la amenaza de llevarse las tejas.
Alexandra había tomado toda su ropa y se fue hasta otro cuarto, cubierto por telarañas y polvo, llamado bajo eufemismos como el cuarto de invitados. Armando siguió en su cuarto luego de lo acontecido, no hablaba ni se movía. Miraba tras las cortinas en dirección hacia el patio, en el mismo sentido en que Lucía se había marchado. Él la había sacado, pero igualmente la extrañaba; ella había sido quizás el único amor de un hombre tan perdido como él mismo. Duerme.
La muchacha no aguantaba la desesperación de volver a quedarse sola. Caminaba como alma en pena, entre los pasillos que esa noche le parecieron colosales, más que de costumbre, puesto que según ella, la gente llenaba el vacío que la casa no podía hacer en su majestuosa enormidad.
Bajaba las escaleras, y atraviesa el cuarto verde, oscuro, sin una luz encendida. Iba a ir por agua, un vaso de agua que funcionaría, a su juicio, para calmar los nervios. Mira a través de la cortina, igual que su padre. Por esa dirección se había marchado Arturo…
Bebía a borbotones. El vaso le pareció estar más lleno de lo que pensaba, debido a que demoró bastante en tomar todo el cristalino y brillante líquido que contenía la copa. Escucha un ventarrón en el segundo piso. Deja el vaso en el fregadero, y se aventura, descalza y corriendo, a saber cuál era la fuente del ruido.
No era en su habitación. Abre la puerta del baño. Tampoco era el baño, y el sonido parecía haberse esfumado. Toma aliento y se decide a volver a su cuarto, quería, por lo menos, intentar dormir. Claro. Si la pena le daba la pasada.
Se recuesta, afirmando su cabeza en la almohada, cerrando los ojos lentamente y entrando en trance paulatinamente. La ventana otra vez. Un pie primero, y con el otro en el suelo, se levanta y se dirige al que era el cuarto de Arturo. Sin dudas, debe ser ahí.
Ingresa a través de la puerta de madera forjada. Estela observa que la ventana estaba abierta, y deduce que de allí provenían los ruidos que atormentaban su sueño. A paso lento, intenta cerrar la ventana, pero un ventarrón la detiene, protegiéndose de la impetuosa brisa con ambas manos y cubriendo su cara del polvo que el céfiro arrastraba. Consigue cerrarla, mas, cuando se da vuelta, observa la presencia de alguien que pasaba de ser inadvertido.
Estela, con naturalidad, le habla:
-¿Qué haces a estas horas, Alexis?
-¿No te extraña que me aparezca cuando no te das cuenta? –se sorprende-
-Ya no –suspira-
-Vaya, Estela. Pensé que esta vez te causaría un poco más de impresión, como las otras veces.
-Alexis. Sé quién eres. Dime… sé que atormentas a mi familia porque mi padre asesinó al tuyo –Alexis la mira fijamente- Pero yo no tengo la culpa de ser una Espina. Y no tengo la culpa de que tú también hayas muerto…
Calla.
-¿Sabes que estoy muerto?
-Sí
Estela mira hacia el piso. Un escalofrío se deja sentir en sus entrañas, el frío congelaba las manos de la muchacha y sus cabellos de oro fino se tiran al viento, guiándose en medio de la brisa como ramilletes de trigo.
-¿Y no te da miedo?
-No –respuesta rotunda-
-Mejor. Fallecí hace dos años, persiguiendo a tu padre al trabajo. Tenía planeado arrollarlo con mi coche, pero ya ves que no resultó.
-De las cosas que me entero… Ni hubiese querido saberlo, Alexis.
-Es tu padre Estela, te entiendo que no te parezca. Yo me sentí igual cuando asesinaron al mío. Además, él amaba a otra mujer, mi madre. Tampoco quería casarse con Mariana Espina.
-Lo entiendo
Estela, taciturna, mira el espectro del que comenzaba a comprender su actitud.
-Estás muy triste, Estela.
-Quisiera tener aquí a mi primo de nuevo… y que todos estos problemas terminaran –susurra-
-Todos queremos lo mismo –contempla un cuadro en la habitación de Arturo- Y vengo a avisarte que falta para conseguirlo. Arturo no se ha vengado aún, Estela. Y lo hará. Créeme que lo hará.
-¿Qué es lo que hará?
-Ni yo lo sé a ciencia cierta. Solo debo decirte para que lo tengas en cuenta, y que vigiles cada uno de los movimientos de él y de Lucía. Le puede costar muy caro a tu familia… Yo quiero la muerte de Armando, no te lo niego. Pero también te quiero a ti.
Estela se dirige a la ventana nuevamente. La abre, y el ventarrón golpea su cuerpo con fuerza, por lo que retrocede como una pluma en medio de un tornado. El golpe no había sido del todo literal, su alma había sido golpeada. Se había dado por muerta…
-Llévame contigo, Alexis… quiero morir ya… -cae una lágrima- Quiero terminar con la angustia que me consume viva.
-No Estela. Tú tienes por qué vivir. Y quiero que te levantes, y me prometas que conseguirás arreglar todo esto. Mi deseo era matar a tu padre. Ahora mi deseo es que la hija del asesino sea capaz de vencer el viento iracundo. ¿Lo harías?
Estela mira los ojos pálidos y cristalinos de Alexis, ojos de un lobo perdido entre la nieve.
-¿Lo harías por mí? –Da énfasis-
Parecía asentir. Desvanecía en sueño, inconscientemente. Alexis le indicaba que fuera a acostarse, pero terca, le decía que no, que no tenía sueño. Estornudaba por el frío, se enfermaría porque el pijama que llevaba era bastante delgado. Enfático, la lleva hasta su cuarto, mientras ella estaba bajo un profundo sueño. Abre la cama y la deja en ella, mientras la señorita Espina mostraba ternura en el lecho durmiente, con labios carmines y englobados.
-Hasta pronto, Estela, sé fuerte
Él se despide con un susurro débil. Pero antes de irse, se acerca a ella, delicadamente. Mira sus párpados, un color lila fino, y sus mejillas, rojas como las manzanas. Los labios parecían llamar más su atención, y los propios no esperaron hasta unirse, mientras los de ella pensaban en no separarse más luego de la despedida que Alexis le dio.
La noche cae completamente y se desvanece con el pasar de las horas. El frío no desaparece, más bien se fortalece con la leve escarcha caída en todas las praderas. Había llegado el astro principal, intentando derretir la angustia. Junto con él aparece majestuosa la luminosidad, en consiguiente el día y por lo mismo, la alegría de los niños que juegan en las calles, y la vitalidad de la ciudad, siempre ajetreada en días de semana.
Mariana había encontrado una casa en una villa cercana en los terrenos de Riverview. Era pequeña pero cómoda, más que la que tenían en Villa Flor. Un comedor modesto se contrapone a un salón humilde pero limpio, colorido y con mesitas que daban apoyo a múltiples adornos. La casa aún estaba de alquiler, pero en cuanto los señores vendiesen su morada en el antiguo pueblo, comprarían esta otra y así Arturo podría seguir estudiando.
Hablando de Arturo… por lo que se ve, no está muy entusiasmado. Encerrado en su cuarto, no había salido en toda la mañana. Por más que su madre le llevaba algo para que desayunara, no lo recibía y contestaba con un “no tengo hambre”. Recostado, seguía pensando en todo lo que había vivido el día de ayer. Armando. Armando tenía que morir. ¿Pero cómo?. Él era un don nadie, no tenía influencias, ni dinero, ni siquiera un arma. Estaba desprovisto de todo.
Miraba el terciopelo de la manta que cubría su cama. Era profundo y suave. Empieza a tocarlo, con suavidad, pero le causaba tantos nervios aquella textura que desespera y deja de jugar con él. Comienza a mirar su nuevo cuarto. Parecía aceptable, pero poco le importaba. La luminosidad no le hacía bien en estos momentos, le hacían falta cortinas, mejor si eran opacas. Examina el escritorio. Podría serle útil en días de estudio. ¿Estudio? Ni siquiera sabía si seguiría estudiando. Avanza hasta la ventana. Mira hacia afuera; se alzaba un eterno verde, salpicado de manchitas blancas de color naranja. Divisa un arbusto, bastante extraño, y siente que se mueve. Mira con los ojos extremadamente abiertos. Una nube cubre totalmente el sol, y el firmamento quedó tan oscuro como si fuera la noche misma.
Comienza a salir de todos los matorrales una figura verde, de tez morena y caminar decidido. Parecía ser conocida.
-¿Lucía? ¿Cómo llegaste hasta aquí?
-No me ha costado seguirlos. He pasado la noche aquí afuera, no tengo a dónde ir.
-¿Y no tenías los bienes de los Espina? –comenta, irónico-
-Sí, pero no. Necesito las escrituras. Lo que yo quería era la casa, pero no está a nombre mío. Solo tengo terrenos, que venderé en cuanto tenga la oportunidad.
Arturo comienza a preguntarse ciertas cuestiones.
-Una cosa. ¿A qué vienes aquí? –dice, frío-
-Vengo a proponerte algo –sonríe-
-Adelante
-Tú quieres a Armando muerto, yo también. Para eso necesitamos entrar en la casona Espina ¿Correcto?
Arturo asiente, aunque un poco desorientado.
-Estamos entendiéndonos. Así podré robar las escrituras y apropiarme de lo que corresponde. Y de paso le hacemos una bromita a Armando y lo mandamos al otro lado –ríe- ¿Qué te parece?
Arturo duda, pero recuerda todo en imágenes como un flash back. Le vuelve a la cabeza el día de su llegada. ¡Qué casa más lujosa! ¿Por qué no puede ser mía?
-Es un trato –afirma, decidido-
-Excelente –ríe maléficamente- A las 12 de la noche. Afueras de la casona. Ven de negro Arturo, que no quiero que nadie nos vea. Estaremos en riesgo, pero recuerda. ¡Siempre por un precio razonable! –carcajea-
-Allí estaré
Lucía camina de espaldas, perdiéndose entre los árboles y praderas. Mira con los ojos verdes profundos, y ríe, desesperada. Desaparece, poco a poco. La luz vuelve.
Arturo vuelve a centrar su mirada en el cuarto. Se sentía más aliviado, al contrario de lo que se pensaría. La culpa no lo detenía, quien debería tener sentimientos de culpa es Armando, pensó. Yo no. Camina en círculos. Organiza el evento de esta noche. Se dispone a salir fuera de casa, y cuando intenta salir del cuarto, un golpeteo lo detiene.
-¡Arturo! –llaman desde afuera- ¿Quieres salir, por favor?
A pesar de que sí quería hacerlo antes que Mariana se lo pidiera, se arrepiente solo por no darle el gusto. Vuelve a la cama.
-No quiero. Puedes irte
-Arturo, ¡tienes visita! Por favor, abre… -suplica-
-¿Quién es? –responde con una pregunta-
No alcanza a preguntar cuando Esmeralda atraviesa el cuarto. Corre, ágil, mientras éste se levanta y en posición recta, parecía impenetrable. Ella intenta recordarle el amor que habían mantenido hasta un día atrás, y se lanza sobre él, quedando en sus brazos.
-¿Qué, ya no me reconoces? –suspira-
-No es eso Esmeralda –la baja de sus brazos-
Esmeralda entiende que no estaba de humor.
-Ya veo, Arturo –cambia de tema- Bueno, venía a verte. Me he escapado y ando de civil, como le digo yo a andar en ropa de calle –sonríe-
Arturo intenta formar una sonrisa.
-No te miento, me alegra que hayas venido –la abraza- Solo que… estoy tan confundido… y tengo odio, Esmeralda
-No me digas eso. El odio no es bueno Arturo.
-A veces sí. La venganza reconforta
-La venganza es peor –dice sentenciosa- Te va a consumir Arturo, por favor, prométeme que no te vengarás del señor Espina.
-No puedo prometerte eso, Esmeralda –suelta su mano- Es algo que me llama, Esmeralda, no puedo dejarlo pasar.
-Arturo –muestra miedo- Te perderás si sigues el fuego que arde en ti. Te quemará con él Arturo, ¿acaso no te das cuenta?
Arturo mira hacia el lado, intentando ignorarla, mas dentro de él era totalmente lo contrario lo que dominaba sus emociones. Esmeralda se da cuenta, y un dolor agudo como espinas se clava en medio del corazón de la muchacha. Pone ambas manos en su pecho, presintiendo algo, una angustia que se alimentaba de los temores de ella. Entendió que debía irse, porque él no estaba interesado, por lo menos de momento, en lo que tenía que aconsejarle. Resignarse. Era la respuesta.
-Me voy, Arturo.
-Está bien –intenta parecer indiferente-
Un adiós frívolo fue suficiente para la despedida de este encuentro. Esmeralda caminaba a paso lento para tomar un taxi, reteniéndose en la casa en señal de que no quería irse. Mira hacia atrás. Era una casa bonita, sí. Llega el taxi, y se sienta, suavemente. Vuelve a mirar. Arturo no estaba allí. En cuanto se subió, no dijo nada más que a dónde quería llegar. Lo demás era convención…
Mariana intenta nuevamente hablarle a Arturo fuera de la puerta. Era hora de cenar, la tarde había sucumbido y la luna se veía clara, y en contraste el sol cada vez estaba más opaco. Los faroles del centro comenzaban a encenderse, y las personas que se encontraban en el trabajo o haciendo las compras anticipadas a la cena vuelven a sus casas, gradualmente.
-¡Arturo! ¡La cena está lista!
-¡No comeré nada! –le responde-
Mariana le iba a regañar. Pero por alguna razón se arrepiente. Arturo recuesta su cabeza en la almohada, y duerme hasta la medianoche. El carmín se derramaría a esa hora.
Un cielo nuboso y oscuro se extendía en toda la ciudad, mientras dos personas vestidas de negro cruzaban el bosque fosco y repleto de árboles y plantas. Caminan, corren, vuelan. Llegan hasta divisar un edificio antiguo, de grandes proporciones y descoloridos tonos en las paredes, de madera vieja y casi pudriéndose. Era la casa de los Espina.
-Hemos llegado –mira a Arturo-
Suben las escaleras tratando de que nadie sintiese que pisaban. Lucía, ágil como un gato, era capaz de hacerlo y no desperdiciar tiempo al ir a paso rápido. Susurraban en frente de la puerta. No tenían ni la más mínima idea de cómo abrirla. Parece que la luna se reía de ambos, con el espectro de luz cegadora que a ratos alumbraba a los dos encubiertos.
Lucía saca un alambre delgado. Lo introduce en la chapa, y rogando a todos los santos y demonios para que resultara, separa el portal de madera delicadamente y consigue entrar con Arturo, entre pasos sigilosos y susurros continuos.
La escalera. Parecía más corta de subir de día. Lo que más temían era pasar cerca de Estela, que descubriría a este par de “ladrones” en cuanto pisaran la madera vieja que recubría el piso de la tercera planta.
-Con cuidado –susurra Lucía-
Caminaban lentamente. De cuando en cuando salía un crujido leve. A Arturo se le escapó uno bastante fuerte, a lo que Lucía mira de reojo. No despertaron a nadie, según los cálculos de la mujer. Subían la otra escalera; esta era eterna.
Una vez en el cuarto gris, que más bien parecía de plano negro y sombrío, se detienen. Estaban en el umbral, el que los dejaría entrar en el camino corto y fácil de la venganza, reconfortante a veces, otras estremecedor. Lucía toma la manilla, Arturo entra luego de que ésta lo hiciera.
Armando yacía en la cama, solo. Dormía, pero su rostro parecía inquieto, forzado y arrugado, más que ayer, mucho más. Las manos del hombre doblaban la sábana, tensas. Su tez se volvió pálida y se podía ver una gota diáfana de sudor en su frente, pese a que la noche estaba más bien fresca.
-Ya estamos –susurra- Primero que todo, las escrituras. Avísame si se despierta.
Lucía comienza a hurgar en la estantería del señor Espina. Busca en libros viejos, de por lo menos 10 años atrás, llenos de polvo. Sonríe. Arturo creyó que encontró algo. El hombre parecía tener el sueño pesado, no se despertaba.
-Adelante Arturo. Hazlo como quieras. Si quieres lo ahogas con la almohada. Si quieres, lo cortas con un vidrio de los perfumes de Alexandra. Si quieres le das pastillas de las que tiene en su velador. La decisión es tuya –sonríe-
Arturo estaba indeciso otra vez, tenía miedo. Pero se deja vencer por lo que luchaba contra él en todo momento, ese viento, ese viento maldito. Se acerca a él. Era media noche. Arturo quería ver fluir el carmín. Quería que Armando fuese quien lo liberase. Arturo quería carmín… lo quería ahora…